Era una tarde fría y húmeda en Los Ángeles, el tipo de viento que hacía que todos los transeúntes se abrigaran más con el abrigo para protegerse del frío penetrante. La ciudad, llena de luces brillantes que brillaban contra la oscuridad, creaba un marcado contraste con la dura realidad que se extendía por las calles. Abajo, entre el mar de gente bulliciosa y el ruido del tráfico, Mia se encontró aislada, envuelta en una manta gruesa y descolorida que ofrecía poco calor, temblando y sintiéndose completamente perdida en medio de la vibrante vibración de la ciudad.
Con tan solo 19 años, Mia tenía un rostro que aún conservaba la dulzura de la infancia, pero sus ojos hablaban por sí solos, revelando las duras luchas que había atravesado demasiado pronto. Su madre había sucumbido al cáncer cuando Mia tenía solo 16 años, un hecho que destrozó el frágil mundo que conocía. Después de esa devastadora pérdida, su padre, incapaz de afrontar su dolor y su pena, cayó en una espiral de adicción, dejando a Mia completamente sola, sin ninguna familia a la que recurrir. No tuvo más remedio que sortear las inclementes realidades de la vida en las calles, buscando restos de comida y luchando contra el frío implacable.
En cada vuelo, vislumbraba una vida mejor, un futuro lleno de esperanza y estabilidad, pero esos sueños se habían desvanecido con el tiempo, sintiéndose como estrellas lejanas que nunca podría alcanzar. La mera idea de tener un lugar seguro al que llamar hogar se había convertido en un lujo inalcanzable, una comida de ensueño para otra persona, muy alejada de su dura realidad.
Sin embargo, en ese vuelo en particular, algo se sentía diferente. Mientras estaba sentada en una esquina de la calle, abrazando sus rodillas fuertemente contra su pecho, con su rostro inclinado hacia abajo en una mezcla de agotamiento y resignación, estaba atrapada en sus propios pensamientos mientras el mundo trataba de moverse a su alrededor. Algunas personas pasaban apresuradas, con sus ojos fijos en sus teléfonos o en las aceras de adelante, completamente ajenas a su existencia. Con el tiempo, había aprendido el arte de desvanecerse contra el fondo de la ciudad: una figura silenciosa que esperaba evitar la mirada de aquellos que pudieran mirarla con lástima o indiferencia.
Como era de esperar, el sonido de un prototipo de coche llenó el aire. No era un simple vehículo, era un elegante Tesla negro, con su pulido exterior brillando bajo las farolas. El suave zumbido del prototipo se desvaneció cuando el coche se detuvo junto a ella. Mia apenas registró el alboroto; estaba demasiado cansada para notar el mundo que la rodeaba. De repente, la puerta del coche se abrió y apareció una figura. Era él: Elo Musk.
El corazón de Mia se aceleró, sorprendida por la presencia del mapa que sólo había visto en la televisión y sobre el que había leído. Sus ojos se abrieron con incredulidad. Nunca, ni en sus sueños más locos, pensó que lo encontraría en persona, y mucho menos que él se acercara a ella.
—Hola —dijo con voz tranquila pero cálida, un dedo tranquilizador que atravesaba el frío del vuelo—. ¿Estás bien?
Mia, todavía conmocionada por el shock, parpadeó rápidamente mientras miraba lentamente hacia arriba. Allí estaba el famoso multimillonario a solo unos metros de distancia, su mirada llena de codicia por su bienestar. En ese momento, sintió un destello de esperanza, algo tan raro en su vida. Pero la incertidumbre se apoderó rápidamente de ella. No sabía cómo responder a semejante beso, por lo que muchos la habían ignorado, eligiendo pasar de largo sin mirarla una segunda vez. Sin embargo, allí estaba él, una figura influyente de pie frente a ella y preguntándole si estaba bien.
—Estoy… estoy bien —tartamudeó, su voz apenas por encima de un susurro—. Sólo… sólo un poco cansada. Las palabras le parecieron adecuadas, pero eran todo lo que podía pronunciar mientras intentaba ocultar el peso de la tristeza que la oprimía.
Eloï se agachó junto a Mia, su expresión se suavizó con un tono de voz amable. —No te ves nada bien. ¿Estás enojada? —Su voz era tranquila, llena de una calidez que atravesaba la fría ausencia de consuelo. En ese momento, Mia se detuvo, sorprendida por su pregunta. La verdad era difícil de afrontar; no había comido una comida adecuada en varios días, y el familiar ruido de su estómago confirmaba esa realidad. Sin embargo, su orgullo la detuvo. Ella no quería parecer débil, especialmente frente a alguien que parecía tan poderoso y estable como Elop.
Pero él no se acobardaba. —Puedo ayudarte —se ofreció, con los pies suaves y tranquilizadores—. ¿Qué necesitas? La sencillez de sus palabras se sintió como un hilo que se extendía hacia ella, salvando la brecha de su aislamiento. Mia tragó saliva con fuerza, sintiendo el peso del momento presionándola. Desde que tenía memoria, había mantenido la cabeza gacha, atacando ferozmente su orgullo, incluso cuando su vida se encaminaba hacia el caos. Pero había algo en este mapa que se sentía diferente. Su sinceridad le golpeó el corazón, y la forma en que la miró la hizo sentir débil, no como una mujer.